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Groucho Marx dijo: "La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados". En ese punto, Javier Milei es marxista.
Por Marcos Novaro, politólogo, profesor de la UBA, director de CIPOL - 19-12-2015 / 10:12

Kirchnerismo: el plan para perpetuar a una pequeña elite en el poder

 Quiso ser el peronismo del siglo XXI, pero empuján-donos hacia atrás, a una política digna de mediados del siglo XIX, apoyada en el monocultivo, el control monopólico de la aduana y el patrimo-nialismo conservador de provincias.
 
Quiso refundar la democracia, pero reflotando los peores vicios del autoritarismo populista de mediados de siglo pasado. ¿A qué atribuir tanta energía invertida en retrógradas innovaciones?
 
Quiso refundar la democracia, cambiar el futuro pero también el pasado. Se benefició con enormes recursos y desperdició una oportunidad histórica por desconocer reglas básicas de la gestión. Y no una sino repetidas veces el kirchnerismo chocó la calesita. Lo hizo embargado recurrentemente por una grave disonancia cognitiva, que lo llevaría a insistir en el error, tomando por éxitos sus fracasos.
 
Así nació el "Vamos por todo" y la aspiración de proveerse un horizonte aún más extendido, sueño que orientó sucesivos intentos por liquidar lo que quedaba de los medios independientes, la ya acotada autonomía del Poder Judicial, del empresariado, y de actores políticos y sindicales del propio partido.
 
Todo lo cual acabaría en sucesivos fracasos en medio de un marcado cuadro de estanflación. ¿Qué queda entonces de este fenómeno inéditamente longevo, inéditamente afortunado y reiteradamente validado en las urnas? Llamativamente muy poco.
 
Ni siquiera deja detrás de sí mayor misterio: el kirchnerismo fue un proyecto tan alevosamente dirigido a concentrar y perpetuar el poder de una pequeña elite, como escueto en sus talentos e ideas.

 
El kirchnerismo ha sido el último, esperemos que definitivamente el último, de una larga serie de intentos de refundar o "terminar de fundar" la Argentina corrigiendo su historia.
 
Animado, igual que sus predecesores en esta infausta saga, por la ilusión de que nuestros problemas no son, como los de cualquier otro país, fruto de ser mal gobernados, no contar con buenas instituciones, no estar bien desarrollados e integrados como para adaptarnos a las condiciones del presente, sino el resultado de una falencia o error a corregir en nuestro pasado, de un curso extraviado que sería necesario, y posible, retomar, para llegar a ser auténticamente una nación y un pueblo, y recién después poder ocuparnos de asuntos terrenales y concretos.
 
Esta idea de la "revolución inconclusa" aludió ante todo al propio peronismo, que los Kirchner supuestamente vinieron a corregir para llevar a su necesario destino, escamoteado desde 1955 hasta 2003 tanto por sus enemigos como por sus propios malos dirigentes.
 
Pero pronto amplió sus miras aludiendo a la propia independencia nacional y a nuestra fundación constitucional, que requerían según el preclaro matrimonio también de profundas "correcciones históricas".
 
Es esta una idea, advirtamos, que ha pasado de mano en mano, a través de proyectos de izquierda y de derecha, civiles y militares, durante décadas.
 
En este caso en particular, tuvo claras notas autoritarias: ninguna revolución se hace "por las buenas", pues exige terminar con un orden que se resiste a morir, menos todavía una que aspira a cambiar no sólo el futuro sino también el pasado.
 
Pero diluyó esas notas detrás de la promesa de completar también la "inconclusa transición" de los años ochenta: supuestamente origen de una democracia condicionada por "las corporaciones", que para ser auténtica y plena debía eliminar toda mediación que limitara la transparente comunicación entre la masa del pueblo y sus líderes.
 
Dentro de esta muy amplia y heterogénea familia de proyectos refundacionales el kirchnerismo  fue uno de los más longevos. Y hay que reconocer que uno de los menos cruentos, aunque apuntara a instaurar una versión populista y autoritaria de la democracia que heredó.
 
Pero también fue uno de los más costosos en términos de los recursos invertidos en perseguir sus metas, y tal vez el más estéril e inoportuno: porque mientras batallaba inútilmente por crear una nación y un pueblo acordes a sus sueños, dejó pasar valiosísimas oportunidades concretas para resolver una enorme cantidad de problemas mucho más reales.
 
La sociedad y la política argentinas le dieron no una sino varias veces oportunidades para que las gobernara a voluntad, tomara las decisiones que creyera más convenientes para el país, con un mínimo de condicionamientos.
 
Y no una sino repetidas veces el kirchnerismo chocó la calesita. Lo hizo embargado recurrentemente por una grave disonancia cognitiva, que lo llevaría a insistir en el error, tomando por éxitos sus fracasos.
 
Lo hizo entre 2006 y 2008 cuando, tras heredar una gestión "llave en mano", de manos de un presidente que había resuelto ya el problema de la competitividad y el comercio exterior, desactivado las presiones inflacionarias y de la deuda pública, el kirchnerismo reactivó una a una estas dificultades por la terca pretensión de desconocer las mínimas reglas de buena gestión de los asuntos comerciales, monetarios y financieros.
 
Y lo hizo sin registrar ninguna señal de alarma, entendiendo que el paso del 22% de apoyo en 2003 al 47% de 2007, el disciplinamiento detrás suyo del grueso del peronismo y la polarización de la escena pública durante la crisis del campo y la guerra contra la prensa independiente más que justificaban aquellas y otras dificultades "de gestión".
 
Así, pese a haber sido enormemente beneficiados por una inédita concentración de recursos en manos del Ejecutivo y por una igualmente excepcional dispersión y debilitamiento del resto de los actores institucionales, los Kirchner se las arreglaron para enemistarse con el grueso de la sociedad y en particular con sus sectores más dinámicos, entendiendo que no estaban así perdiendo oportunidades para el consenso y la cooperación constructiva, sino abriéndose invalorables oportunidades para "dejar a la luz y corregir una historia de conflictos mal resueltos", volviendo a librar viejas batallas perdidas por "el campo popular".
 
Lo hizo de nuevo en 2012, cuando interpretó el 54% con que Cristina consiguió su reelección como el aval popular que necesitaba para cerrar exitosamente todas las batallas abiertas.
 
Así que encaró el tercer mandato presidencial consecutivo, un beneficio del que ningún otro grupo político argentino había disfrutado en más de un siglo, como aval para imponer y hacer irreversibles los cambios por los que venía bregando en las instituciones políticas y económicas del país.
 
De allí nació el "Vamos por todo" y la aspiración de proveerse un horizonte aún más extendido, sueño que orientó sucesivos intentos por liquidar lo que quedaba de los medios independientes, la ya acotada autonomía del Poder Judicial, del empresariado, y de actores políticos y sindicales del propio partido.
 
Todo lo cual acabaría en sucesivos fracasos en medio de un marcado cuadro de estanflación. ¿Qué queda entonces de este fenómeno inéditamente longevo, inéditamente afortunado y reiteradamente validado en las urnas? Llamativamente muy poco.
 
En un excelente artículo en Perfil, titulado "Destino enceguecedor", Beatriz Sarlo explica que ni siquiera deja detrás de sí mayor misterio: el kirchnerismo fue un proyecto tan alevosamente dirigido a concentrar y perpetuar el poder de una pequeña elite, como escueto en sus talentos e ideas. No puede decirse por ello que su final sea de asombrarse; en todo caso es de asombrarse que se haya demorado tanto.
 
Fuente: Clarín 
 

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