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“Hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores… y hacer que nuestros simpatizantes lo repitan en todo momento”. De Joseph Goebbels a Javier Milei
Por Natalio Botana, Politólogo e Historiador - 19-09-2014 / 20:09
FIN DEL CICLO

Un país atravesado sólo por estrategias de poder

Un país atravesado sólo por estrategias de poder
 
Lo que ocurrirá hacia finales del año próximo con el cambio de gobierno es la punta visible del agotamiento de un ciclo histórico. Este trayecto, envuelto en promesas y cálculos erróneos, tuvo tres rasgos salientes.
 
Primero, se inscribió en un proceso de aproximadamente una década en el cual los países emergentes alcanzaron altas tasas de crecimiento que superaban las de los países avanzados.
 
Segundo, este viento a favor coincidió con la instalación de un proyecto con fuerte impronta hegemónica y populista, que contó con la aquiescencia mayoritaria del electorado.
 
Tercero, la herencia de este ensayo nos empantanó en un terreno minado con recesión e inflación, graves desajustes en educación e infraestructura, y torpezas recurrentes en el manejo de las finanzas internacionales (incluido, desde luego, el gran tema de la deuda).
 
Estos rasgos de una declinación, cuyos orígenes se remontan más allá de los comienzos del siglo XXI, son demostrativos de que la gran crisis de los años 2001-2002 aún no se ha cerrado. 

 
Nos siguen atenazando con menos intensidad los indicadores con que se manifestó aquella tormenta perfecta: el déficit fiscal se acentúa, la astringencia de dólares condiciona con severidad las decisiones económicas, la pobreza persiste y la debilidad en el campo de la representación política, con partidos débiles y candidaturas improvisadas (venimos hablando hace meses del contrapunto entre democracia de candidaturas y democracia de partidos), no augura, en un futuro cercano, otra solución estable que no sea aquella basada en la concertación y el consenso.
 
Si nos atenemos a nuestra experiencia, debemos reconocer que la fórmula del consenso es de difícil aplicación. La Argentina de estos últimos años ha marchado a los tropezones, transitando como es sabido por la vía de la confrontación.
 
Un antagonismo, por añadidura, implantado sobre la memoria facciosa del pasado que sirve más para destacar una propensión cultural al conflicto que para dar cuenta de los obstáculos que nos aquejan y que, por tanto, habría que superar.
 
En una atmósfera de bonanza como la que disfrutamos hasta hace poco tiempo, estos disensos podrían haberse atemperado. Aconteció, sin embargo, lo contrario. Por paradójico que parezca, en lugar de aplacarse, ese ánimo belicoso se acrecentó merced al espectacular crecimiento de los precios de nuestras commodities, la excelente productividad del sector agropecuario y la demanda de productos industriales proveniente de Brasil.
 
En el plano económico, la base material que dio sustento político a la confrontación fue esa inesperada explosión del crecimiento en los emergentes debida, sobre todo, a la demanda del continente asiático, en particular de China.
 
La confrontación tuvo pues el contorno favorable del crecimiento inducido por el consumo. Este mundo feliz (no para todos, obviamente) ha concluido. Mientras tanto nos internamos en un terreno dominado por la escasez y por una necesidad imperiosa de disponer de inversiones.
 
Éstas, sin duda, no vendrán con espíritu de beneficencia, sino con la expectativa de contar con instituciones confiables para arriesgar sus activos gracias a un Estado de Derecho que cumpla con los contratos y ahuyente de esos trámites la endiablada matriz de la corrupción.
 
Expuesto de esta manera, el ideal de una Argentina transparente y sin corrupción es un modelo normativo poco congruente con la realidad; acaso una expresión de buenos deseos.
 
La Argentina, en lugar de pensar en lo que tendríamos que hacer para salir del pantano, está hoy atravesada por estrategias de poder que, por sí mismas, no garantizan una necesaria reconstrucción de valores, de instituciones y de comportamientos.
 
Lo que predomina, en cambio, es la dispersión en los rangos opositores y, en la vereda del oficialismo, la imaginería que sueña con convertir las reglas y períodos electorales previstos en la Constitución en otro campo de batalla.
 
En este sentido, los llamados a la reelección de la Presidenta por boca de su hijo son ciertos, no tanto porque pueda ser reelecta en octubre de 2015, sino porque nuestro mecanismo de reeleccionismo atenuado permite montar el dispositivo de una próxima revancha.
 
Para consumar tal propósito, se ha elaborado un menú táctico de dos pasos. De entrada, un séquito de fieles arremete de nuevo contra las reglas constitucionales que impiden la reelección inmediata de la Presidenta por más de dos períodos consecutivos. La elección de 2015 quedaría de este modo viciada en su origen porque la Presidenta estaría proscripta.
 
Si a primera vista estaríamos en presencia de una estratagema para retener el poder y ganar tiempo, en un nivel más profundo estos debates señalan que la Argentina aún no ha resuelto el crucial asunto de la sucesión presidencial.
 
No hay acuerdo de fondo en esta materia: unos bregan por una presidencia limitada; otros, aunque el oficialismo ahora lo niegue, por una presidencia eterna. Estos enfrentamientos expresan, en términos constitucionales, el choque que padecemos entre dos tipos de democracia: la populista y la republicana.
 
El segundo paso de este menú consiste en preparar el terreno para la revancha. El sistema vigente de cuatro años más cuatro años, con el descanso de un período intermedio, para después, de ser posible, volver a competir, no es el más aconsejable para organizar gobiernos de crisis con la mirada puesta en el mediano y el largo plazo.
 
Los Kirchner lo entendieron muy bien cuando, para atenuar este inconveniente, concibieron un sistema de rotación matrimonial de extensa duración.
 
Como no fue posible llevar a cabo este proyecto al carecer de un sucesor con aptitud ganadora, por el fallecimiento del ex presidente y porque la Presidenta no confía en los candidatos que hoy se destacan en las encuestas, el esquema podría darse vuelta y transformarse en un instrumento apto para arrinconar a un gobierno nuevo.
 
Estos mandatarios tendrán necesariamente que cargar con el fardo de una economía desfavorable en cuanto a nuestros precios de exportación, sin reservas ni equilibrio fiscal, con una infraestructura que no se pondrá de pie de un día para otro y un Congreso probablemente fragmentado cuya composición debería inducir a pactar coaliciones a unos actores poco entrenados a tal efecto.
 
No se avizoran pues tiempos de cielo despejado, salvo que las oposiciones no peronistas avancen en sus acuerdos en las provincias que adelanten elecciones (lo que podría anunciar acuerdos futuros en el orden nacional) y que en el seno del peronismo, con otros ganadores, se reproduzca el método con el cual Néstor Kirchner pulverizó a los dirigentes de su propio paño que pretendían hacerle sombra.
 
Así, mediante un eficaz libro de pases, se armó la mayoría en el Congreso del Frente para la Victoria. Verificaríamos de este modo la naturaleza transformista del peronismo que combina el cambio con la continuidad.
 
Veremos si estas tradiciones persisten. En todo caso, la ansiedad creciente en uno y otro campo será proporcional al mayor deterioro que se advierta en este año que tenemos por delante. Si los daños sobre la economía y el tejido social aumentan, al influjo de la incompetencia y de las anteojeras ideológicas, la incertidumbre seguirá tiñendo de sombras este fin de ciclo. No es un desafío para optimismos fáciles.
 
Fuente: LA NACION

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